Homilía del obispo Sergio O. Buenanueva, en la catedral de San Francisco, con ocasión de la celebración de Acción de Gracias por el Bicentenario de la Independencia nacional.
¡Libertad!, es el grito sagrado.
La libertad es un camino siempre abierto y, en buena medida, imposible de mapear previamente. Lo es para cada persona, pero también para los pueblos.
No hay GPS automático para la libertad, solo una brújula hecha de conciencia, sentido de justicia y solidaridad. Señala un norte jamás alcanzado del todo, en una búsqueda que nunca termina.
¿Cuál es ese norte que atrae con fuerza irresistible a nuestra conciencia?
Para algunos es el deseo irrefrenable de libertad, de progreso y de plenitud personales. Para otros, el sentido de la justicia que nos lleva a salir de nosotros mismos y a buscar, por encima de todo, el bien de los demás, especialmente de los menos favorecidos.
Libertad, justicia e igualdad: ¡poderosas fuerzas que habitan, pujantes e indomables, en el corazón de los hombres y que, una y otra vez, emergen en la imprevisible historia de los pueblos!
Para la tradición cristiana, conciencia y libertad están siempre atraídas por la verdad. Ese es su norte: “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres”, sentencia Jesús (Jn 8,32).
Verdad que, más que un sistema cerrado de ideas, es un Rostro luminoso que ha querido romper el silencio y, vuelto a nosotros, se ha dado a conocer en Cristo, Verbo encarnado. La libertad es fruto de la acción de su Espíritu en el corazón del hombre.
Dios no solo no tiene miedo a la libertad del hombre: Él la ha creado, la ha redimido, la sostiene y la promueve. Es su más fiel garante. No busca esclavos, sino personas conscientes y libres.
La conciencia es ese santuario en el que Dios se transparenta al ser humano para darle libertad. Esta es su dignidad: libre para tomar la vida en sus propias manos y llegar a ser lo que está llamado a ser.
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Nos hemos reunido aquí, en esta mañana de invierno, para hacer memoria agradecida, delante de Dios, de la declaración de la independencia nacional, ocurrida hace exactamente doscientos años en una casa de familia de San Miguel de Tucumán.
Con enorme valentía, recogiendo el anhelo de libertad que recorría todo el continente y, sobre todo, mirando el futuro, los padres de la patria firmaron el Acta de la Independencia, como un grito poderoso destinado a ser oído hasta en el último rincón del mundo.
Es cierto: no todas las provincias se hicieron entonces presentes. Tampoco se logró consenso para la forma de gobierno. Se comenzaba a insinuar entonces una de las tensiones que ha atravesado la historia argentina hasta nuestros días.
Distintas miradas e intereses; diversidad también de sensibilidades, de ideas y de visiones del hombre y la vida en sociedad. También de proyectos de país, no fácilmente armonizables entre sí.
Sin embargo, fue posible la convergencia en lo que, en ese momento, resultó decisivo para el futuro: poner en marcha el camino de una nación libre y soberana.
Fue posible entonces; lo ha de ser también ahora en una Argentina mucho más diversa, plural y polifacética que en aquel momento fundacional. Hoy, más que ayer, conviven en Argentina distintas visiones de nuestra historia, de nuestros conflictos y del modo adecuado para proyectar un futuro común.
Como sociedad viva, también la argentina tiene formidables desafíos. Pensemos en la deuda social de la pobreza y el desequilibrio en el desarrollo de las regiones de nuestra extensa geografía; la superación real y duradera de la impunidad de la corrupción; el logro de una educación pública de calidad para todos o el cuidado del ambiente.
Sin embargo, pienso que, uno de los desafíos de más largo aliento es el de afianzar una convivencia madura entre personas y grupos realmente diversos.
¿Es posible lograr espacios de convivencia sin mortificar la riqueza de la pluralidad, incluso en la tensión constructiva de los debates ciudadanos, sin acallar o eliminar al que piensa distinto?
Digámoslo en positivo: estamos ante la tarea de seguir componiendo un mosaico colorido: el del rostro multifacético de nuestra Argentina, sin dejar de lado ningún matiz. Incluso las sombras tienen su lugar en un buen mosaico.
Démonos ánimo entonces. Puede parecernos una utopía imposible, pero lo hemos hecho, incluso saliendo de noches muy oscuras.
Lo hicimos 37 años después, al promulgar la Constitución Nacional, abriendo un período de progreso, del que, por ejemplo, es testigo nuestra propia ciudad de San Francisco, a punto de celebrar los 130 años de su fundación.
La “pampa gringa” ha sido fruto de esa conjugación maravillosa entre la tierra, el ingenio y la tenacidad humanos, la iniciativa ciudadana y la prudencia política de los gobernantes.
El humanismo cristiano de la tradición católica, como otras corrientes filosóficas, religiosas y culturales, incluso por momentos antagónicas, ha dado también una sustanciosa contribución para ello.
Argentina se abrió al mundo, haciendo fructificar la buena semilla sembrada en Tucumán: “asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, como reza el Preámbulo de nuestra Constitución.
La joven nación tendió así su mano al otro, al extranjero, sin complejos ni miedos. Se abrió al mundo, y el mundo se abrió a ella. Es bueno recordarlo hoy, que, en otras latitudes, vemos renacer los fantasmas del nacionalismo, un refinado racismo y la xenofobia.
En este contexto, se puso en marcha una verdadera revolución educativa que colocó a la Argentina a la cabeza de América y de todo el mundo. Aún hoy nos beneficiamos de ella, a la vez que nos duele amargamente no atinar a darle nuevo impulso, ante los nuevos desafíos del conocimiento y el desarrollo.
Lo hicimos también hace pocas décadas, saliendo de la noche más oscura de nuestra historia, abrazando con una convicción hasta entonces ausente en la mayoría de los argentinos, los valores del estado de derecho y la democracia republicana, la dignidad de la persona humana, su libertad y sus derechos universales, inviolables e inalienables.
Como sociedad hemos tenido que convertirnos a los valores de la democracia, sacudiendo de nuestro ánimo la pasión auto destructiva del autoritarismo, el desprecio de la ley y la violencia política.
Es cierto que hemos tenido momentos de zozobra, dejándonos llevar por el victimismo y el facilismo. Pero no seamos ingratos con quienes nos han precedido, con sus luchas, ilusiones y esperanzas. Tampoco con nosotros mismos: no carecemos de razones sólidas para trabajar, luchar y amar, dialogar y respetarnos en el disenso.
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Como cristiano, quisiera apuntar una de esas razones inspiradoras, todavía vital y potente en el alma de muchos argentinos.
Es el humanismo cristiano, para el cual, la genuina medida de la libertad es la libertad de Cristo.
Quisiera destacar dos aspectos de la libertad de Jesús. En primer lugar, él no entiende su libertad de forma individualista. Sí, de manera exquisitamente personal. Se sabe libre junto a otros, especialmente involucrado con quienes son más débiles, experimentan alguna forma de fragilidad o de limitación. Es libre haciéndose una sola cosa con ellos. En la parábola del Juicio final, lo afirmará solemnemente: “Les aseguro que cada vez que (fueron solidarios) con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).
En segundo lugar, su libertad alcanza su más plena realización en el don total y desinteresado de su persona, para que los demás tengan libertad y vida plena.
Estamos en el corazón del Evangelio que habla a quien los escucha a corazón abierto. Aquí hay luz, gracia y fuerza para vivir y luchar por la vida, la justicia y la libertad. Lo aprecia incluso quien no comparte la fe cristiana.
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“Al gran pueblo argentino: ¡Salud!”.
Conmueve pensar que hoy, en cada rincón de Argentina, millones de voces se unirán para entonar este himno a nuestra libertad. Pienso, sobre todo, en las voces argentinas de nuestros chicos y jóvenes, especialmente en los más pobres y postergados.
Pienso en aquel abanderadito de los pies descalzos, hijo de los pueblos originarios. Ha suscitado en nosotros sentimientos encontrados: orgullo y vergüenza, coraje y estupor. ¡Ojalá nos ayude a recomponer un profundo sentido de justicia hacia todos los postergados de nuestra Patria!
Soñemos para ellos una libertad tan llena de salud como la de Cristo y la de nuestros mejores hombres y mujeres: joven, vigorosa, pujante, abierta al futuro, escrupulosamente respetuosa de la dignidad de cada ser humano, especialmente si menos favorecido, o mira la vida con mirada distinta de la mía.
Pero también, una libertad generosa, capaz del heroísmo más grande: el de empeñar definitivamente la propia existencia en un proyecto de vida que busque siempre el bien mayor para todos. Una libertad que, en sus expresiones más logradas, se hace servicio y compromiso con la vida más frágil, débil o amenazada.
¡Dios ha bendecido a la Argentina!
¡Dios bendiga con sabiduría y nobles sentimientos de amistad, de justicia y compasión a cada uno de los que formamos el pueblo argentino!
La gloria de Dios es la libertad de sus hijos.
Dios nos quiere libres para amar, servir y vivir.
Al gran pueblo argentino: ¡Salud!
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