Tú eres Pedro

Celebramos hoy a los santos apóstoles Pedro y Pablo.

En Roma, en los albores de la era cristiana, ambos vertieron su sangre para confesar el señorío de Jesucristo.

De ahí que un antiguo himno de la liturgia celebra la nobleza de la ciudad de Roma, sólidamente establecida sobre la sangre de ambos mártires.

De ahí también que, desde aquellos orígenes, los cristianos volvieran su mirada a la sede romana y al obispo que se siente en su cátedra como sucesor de ambos apóstoles, para saber con certeza por dónde camina la fe en Jesús el Señor.

Lo más importante que tenemos que pedirle al obispo de Roma es precisamente esto: que confiese públicamente, con valentía y claridad apostólicas, la fe en Jesucristo.

Porque la fe en Jesucristo, desbordante de esperanza y de caridad, es la mayor riqueza que tenemos. Es la Verdad que nos posee a nosotros, antes que poseerla nosotros a ella.

Esa fe que es siempre la misma en su identidad profunda, a la vez que necesitada de nuevas y mejores palabras para decir que Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre.

Pero nueva en el sentido de que siempre provoca el corazón humano a dejarse llevar por ella hasta las últimas consecuencias. Nueva, porque nueva es, cada día, la respuesta consciente y libre, con que le hacemos lugar al don de Dios en nuestra vida. Nueva y cada vez más honda y determinante.

Sin palabras justas, verdaderas y correctas (ortodoxas) no hay sencillamente confesión de fe. Sin embargo, la fe viva y vivida, no es solo ni primariamente una fórmula doctrinal a retener en la memoria, sino una confesión que, arraigada en el corazón sube hasta los labios y se hace oración, canto y alabanza y,  así, hace de la propia vida el signo más elocuente que dice a todos que Jesús es el Señor.

Por que lo que hay que confesar, con la vida antes que con los labios, es la entrega de amor hasta la muerte del Hijo al Padre en el fuego del Espíritu. Entrega a la que el Padre ha respondido con la vida plena de la resurrección.

Este es el fuego que ha de distinguir también el testimonio cristiano en cada rincón donde Cristo es predicado. Solo se puede confesar el amor crucificado correspondiendo a él con una entrega de la misma intensidad, aunque siempre limitada, pobre y necesitada de salvación, en la luz de una fe tan desnuda y oscura como obediente y gozosa.

María al pie de la cruz, pronunciando su Amén al sacrificio del Hijo es la mejor realización de esa amén que cada discípulo ha de pronunciar y al que los pastores servimos, con Pedro a la cabeza.

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La figura del Papa, tal como hoy la conocemos, es fruto de una larga evolución histórica que arranca, sin dudas, en Jesús y en su llamada a Simón Pedro junto al lago; en el modo como éste recibió la gracia del Resucitado que se le manifestó, lo rehabilitó de sus negaciones y le confió el pastoreo de su rebaño con una sola condición: amarlo a Él con un amor de totalidad.

Los dos milenios cristianos han visto la compleja evolución del oficio petrino en un proceso no exento de ambigüedades y límites, pero también en los que se ha mantenido viva la llama del servicio fundamental que el obispo de Roma, sucesor de Pedro, está llamado a ofrecer a la Iglesia y, a través de ella al mundo: servir a la predicación del Evangelio de Cristo, en la unidad que solo la caridad del Espíritu puede garantizar a la comunión de las iglesias.

Hoy, ante los enormes y complejos desafíos que el mundo presenta a la fe, el Papa Francisco está empeñado en imprimirle nuevo vigor a la misión evangelizadora de la Iglesia.

Como ya hiciera Benedicto XVI, también Francisco ha comenzado a transitar en la dirección de aquel deseo que expresara, con valentía y franqueza evangélicas, San Juan Pablo II casi al final de su largo pontificado: «Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros» (Un unum sint 95).

Este deseo nos compromete a todos los discípulos de Jesús, pero de manera especial a los que hemos recibido el ministerio episcopal.

No nos han hecho obispos para repetir mecánicamente las palabras del Papa, sus gestos o sus poses, sino para escuchar, con él y bajo su autoridad apostólica, qué nos pide a cada uno el Señor de la historia y, dejándonos contagiar por su ardor misionero, salir afuera y gritar con palabras de fuego el Evangelio que es luz de esperanza para los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

En esto, cada uno, delante de Dios y de su propia conciencia, tiene una responsabilidad que es tan intransferible y única como fuerte ha de ser la comunión y corresposnabilidad en el servicio común a la fe del santo pueblo fiel de Dios. Esa es el alma del colegio episcopal.

Rezamos por el Papa Francisco. Agradecemos su servicio apostólico, abnegado, creativo y desafiante.

Le damos gracias, de manera especial, al Señor porque Francisco es la voz de los pobres, de los alejados, de los disconformes que interpelan a la Iglesia a escuchar con humildad los gritos de la humanidad, para poder gritar con fuerza el Evangelio que es vida y salvación para todos.

Por él ofrecemos nuestra humilde y sentida plegaria:

Señor Jesús, como aquel día a Simón Pedro junto al lago y después de la pesca milagrosa y sorprendente, mira de nuevo a tu servidor Francisco.

Vuelve a hacerle esa pregunta que resume todo: ¿Me amas, me quieres más que todos?

El, seguramente, te responderá con las palabras de Pedro, cargadas esta vez con su vida, con su historia y con lo que le vas haciendo comprender que es su misión en los tiempos complejos y fascinantes que vivimos: Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo.

Y vuelve, Señor, a confiarle el servicio de amor a tu rebaño, a tus hijos e hijas más pobres y frágiles, para que no falte la bendición y el consuelo del pastor al pequeño rebaño, y el rebaño le haga llegar a su pastor la  corona de todos sus esfuerzos: el testimonio de unas vidas que se transfiguran con el fuego del Evangelio y cuyo fruto es aquella alegría que nadie nos podrá arrebatar, porque es tu gozo en nosotros.

A Francisco, y a cada uno de nosotros, vuelve, Señor, a repetirnos tu promesa, la única y más importante de todas tus promesas: «El que quiera servirme que me siga, y dónde yo esté, estará también mi servidor». No deseamos nada más, Jesús buen Pastor: estar contigo para siempre.

Amén.