Pasó el Congreso Eucarístico

 

El verbo pasar del título tiene dos sentidos: uno, meramente temporal y cerrado. Lo podría resumir así: «Fue. El Congreso fue. A otra cosa. Volvamos a la rutina».

El otro, sin embargo, deja puntos suspensivos, pues queda abierto a buscar las huellas de un paso. No solo pasó por el Calendario y quedó atrás. Pasó, de alguna manera, por los que lo vivimos, marcándonos de manera más o menos honda. Nos tocó y nos marcó.

De ahí la pregunta: ¿Qué huella dejó en nosotros? Me animo a responder por mí. Lo que he podido descubrir estos días, habiéndose acallado el impacto inicial.

Tres respuestas que son también tres pasos de un caminar.

En primer lugar, la Iglesia en oración. Un Congreso eucarístico es, ante todo, un encuentro eclesial centrado en la Eucaristía que es, por encima de todo, oración: adoración, alabanza, bendición, epíclesis, memorial, súplica e intercesión.

Podemos intentar hacer de la Misa un gran encuentro de catequesis, pero siempre e invariablemente, por algún lado va a aflorar el misterio tremendo: la Eucaristía nos lleva al abismo del amor absoluto de Dios manifestado en la Pascua del Cordero. Y esa experiencia arrebata y nos deja en ascuas, con una tremenda necesidad de rumiar en silencio ese paso de Dios como en la noche del éxodo: a sangre y fuego.

Como enseña el Concilio, la Iglesia no solo promueve la oración como algo valioso y útil. Ella misma, en su misterio más hondo, es Iglesia en oración: vive de Dios y se refiere a Él. Y esto acontece, de manera especialmente fuerte, en torno al altar.

La actual crisis de fe es también una crisis de oración. Por eso, cuando la Iglesia se siente como atrapada por el misterio fascinante de la oración -como Moisés ante la zarza ardiente- allí acontece algo fundamental. Allí «pasa» algo de largo alcance para todos. Porque la oración es el lugar donde Dios más intensamente obra en los suyos. Y eso pasó en Tucumán: en las grandes celebraciones, en los momentos más festivos y juveniles, o en el silencio de las iglesias que abrieron sus puertas para la adoración eucarística. Y no hablemos de esos encuentros de gracia que han sido las confesiones de los fieles. La gracia del Jubileo de la misericordia ha podido palparse con las manos.

Es bueno que esto pase en nuestra Iglesia que peregrina en Argentina y que, con todos sus límites, anhela ser escuela de grandes orantes.

En segundo lugar, lo que fue, para mí, más fuerte: un pueblo que realmente cree en Dios. He visto y he escuchado a hombres y mujeres que creen que Dios, su Cristo, María y la gracia no solo son realidades, sino que son la realidad en su más alta expresión. Un Dios real al que se le entrega la vida.

Si algo caracteriza a las comunidades cristianas del NOA es la frescura de una fe que ha calado hondo y que no necesita demasiado para manifestarse en palabras, gestos, miradas y una multitud de símbolos que expresan lo que de más hondo pasa en los corazones.

Los que provenimos de regiones más secularizadas no hemos podido dejar de asombrarnos y hasta de sentir una poco de santa envidia por todo ello.

Aquí también ha pasado algo de fondo. Como una preciosa indicación de en qué dirección correcta debe ir la evangelización que, si no procura el encuentro con el Rostro viviente de Cristo se queda a menos de la mitad de su camino.

Por último, los jóvenes. O la Iglesia joven, tanto en los chicos y chicas del espacio joven con sus encuentros, deliberaciones y expresiones de alegre esperanza. Pero también en los seminaristas, curas y consagrados jóvenes, varones y mujeres, que, por ejemplo, llenaron en la mañana del sábado la casa histórica para el homenaje a los que participaron en la Independencia.

Diría así: de la Iglesia orante a la Iglesia joven. En Tucumán, la Iglesia joven se hizo sentir y nos hizo sentir una Iglesia más viva y desafiada a ser más libre. Pero también, nos volvió a poner delante de las promesas de Cristo que sostienen nuestra esperanza y todas nuestras luchas, que nos levantan de nuestras caídas y fracasos.

Los que ya no somos tan jóvenes, pero tenemos la responsabilidad propia de los adultos, tenemos un desafío delante del Señor de la historia. Al menos así lo siento yo como adulto, creyente y pastor.

¿Cómo formularlo? Lo hago en estos términos: Tucumán es sinónimo de libertad. Y libertad quiere decir animarse a caminar sin temor a los aprendizajes que supone estar en camino. Plasmar una Iglesia más libre, más peregrina, menos mundana y más gozosa de la Esperanza que la sostiene. Una Iglesia que ve reflejada su vida en la fe probada, desnuda y oscura de María que pronuncia su Amén al pie de la cruz. ¡María! Otra gran presencia en el Congreso.

Como cristianos tenemos una indicación preciosa. La Eucaristía nos lo recuerda, una y otra vez: es el amor de Cristo que derramó su vida hasta el extremo, identificándose con los más heridos y pequeños.

En Tucumán sentí, con tantos otros hermanos y hermanas con los que he podido compartirlo, el aguijón de esa entrega hasta el final que solo Cristo es capaz de suscitar en los corazones.

Es algo de lo que dejó el paso del Congreso Eucarístico.

Dios nos conceda custodiar y alimentar ese fuego.