Caminando por la cornisa

Pienso que el tiempo es hoy. La hora es ahora. Más tarde, será demasiado tarde.

Los argentinos tenemos que pronunciar un nuevo «nunca más», esta vez contra otro gran mal de nuestro cuerpo social: la impunidad.

En torno a este «nunca más» debería ser posible un amplio consenso ciudadano que, en otros aspectos también sustanciales, sigue durmiendo el sueño de los justos.

Si no lo hacemos, corremos el riesgo que el desencanto se transforme en caldo de cultivo para peligrosas irracionalidades que -lo sabemos por triste experiencia- son capaces de fascinar, deslumbrar y enceguecer hasta llegar a las locuras más violentas. Lo comenzamos a ver, por ejemplo, en la vieja y cansada Europa, con el agitarse de los fantasmas de la xenofobia, el populismo y los nacionalismos. También en la gran democracia del norte.

En todo esto, el rol de la política es fundamental. ¿Para qué sirve si no? ¿En qué degenera si no logra convocar a los mejores, a los más nobles, a los más desinteresados? ¿En qué se convierte si no se vive como servicio al interés común, especialmente de los más vulnerables? ¿En qué engendro se convierte si solo deja lugar a los oportunistas, a los avivados, a los burócratas o, peor aún, a los perversos que se empoderan de la función pública para alimentar la insaciable avidez de sus ambiciones?

Pero no solo la política. Ahí nomás estamos todos los demás responsables o dirigentes: los sindicalistas, los empresarios, los intelectuales y los artistas, los activistas de distintas organizaciones de la sociedad civil, por mencionar solo algunos. ¿Hubiera sido posible estar como anestesiados frente a una corrupción que, llegado cierto punto, ya casi no disimulaba su ostentación, sin la connivencia de muchos de los que deberían haber marcado un límite y no lo hicieron por temor, conveniencia o indiferencia?

Y estamos también los religiosos, especialmente los católicos. La Argentina ha conocido un estilo de relación entre el poder político y el poder eclesiástico que, tal vez con buenas intenciones o justificable en otros contextos, sin embargo, ya no resulta adecuado para una sociedad plural, abierta y democrática como la que hemos elegido la mayoría de los ciudadanos argentinos.

Ya lo he dicho en otras oportunidades: claro que hemos dado pasos de cambio en la dirección trazada por el Concilio. Sin embargo, estamos obligados a calibrar, cada vez y con mayor responsabilidad, nuestras palabras, gestos y decisiones. Sin miedo a la libertad y al despojo de formas mundanas de presencia pública, a fin de que la claridad del Evangelio encuentre la mayor transparencia posible en nosotros.

Obviamente, este proceso contra la corrupción y la impunidad supone también una muy profunda reforma de la justicia. Y no hablo solo de la reformulación de los Códigos vigentes. Ética y derecho se dan la mano. No se los puede confundir, pero tampoco separar. Sin su sinergia, sencillamente, no hay orden justo para la convivencia ciudadana.

Una justicia realmente independiente necesita, ante todo, de hombres y mujeres libres y probos. Este es, hoy por hoy, su mayor y mejor capital. Los necesita, tanto como contar con suficientes recursos para cumplir su insoslayable misión y con una cada vez más imperiosa celeridad en sus procesos es, seguramente, el resorte fundamental para que nuestra sociedad dé un paso delante de calidad en la lucha contra la impunidad de la corrupción.

Estamos caminando por la cornisa. De un lado, el futuro. Del otro, el abismo.

Dios, fuente de toda razón y justicia, ilumina el camino a seguir.

Él es apoyo, defensa y garante de la libertad del hombre cuando se compromete con el bien, aún a costa de los más grandes sacrificios.