Bicentenario, fe y futuro

El espacio público de las sociedades plurales, abiertas y democráticas, por su propia dinámica interna, suele ser ámbito de ásperas discusiones. En él convergen diferentes voces, puntos de vista y opiniones. Es, por eso, territorio de conflictos, intensos debates y entrecruces no siempre amables. El caos y la confusión suelen ser también su sello distintivo.

Es cierto que, de tanto en tanto, los sonidos disonantes se resuelven en fugaz armonía, rápidamente sobrepasada por la dinámica de la realidad. Queda un poco de nostalgia, pero también una peligrosa ansiedad: querer resolver tantas tensiones, mortificándolas con el voluntarismo de la uniformidad.

Es comprensible que muchos individuos y grupos se sientan incómodos de vivir en semejante situación. Nadie sobrevive a permanentes tensiones extremas. Sin embargo, y como cristiano, pienso también que este dinamismo de pluralidad es una enorme oportunidad. Donde no hay tensión tampoco hay vida. La oportunidad consiste en lograr que las tensiones liberen su energía para la construcción de la convivencia, no para su destrucción.

El punto, a mi criterio es éste: aprender a convivir personas y grupos que «realmente» tenemos ideas y formas muy diversas de ver la vida. Subrayo el adverbio: personas que son «realmente» diversas a mí, no mi calco o mi clon.

¿Se puede encontrar un punto común, hacia el que converjan las miradas diferentes? Sí. Para algunos será la ley, especialmente la Ley suprema de una nación: su Constitución. Es un sólido punto de referencia.

Creo, sin embargo, que se necesita algo más: la convicción de que el otro, especialmente si distinto de mí, es también un semejante. Otro yo. Y también como yo, tiene dignidad, derechos y deberes y, por lo mismo, merece el respeto de todos. Los cristianos tenemos aquí mucho para decir y, sobre todo, vivir y testimoniar: en cada ser humano, Dios mismo se manifiesta.

Estamos en el territorio, no de las meras ideas, sino del sentido de la vida, del que surgen las invalorables energías espirituales y éticas de las que vive una comunidad humana, y que le dan suelo firme a la ley. La mayoría de las personas, demos o no una orientación religiosa a nuestra vida, transitamos este territorio común. De la buena y saludable combinación de ambos (ley y respeto por la alteridad) surge una sana convivencia, aunque no se solucionen muchos problemas ni disminuyan todas las tensiones.

Todo un aprendizaje para una sociedad como la argentina, dinámica y bastante caótica, abierta y plural; y que, salvo algún cataclismo cultural, lo será cada vez más. Una sociedad que duramente ha tenido que hacer el aprendizaje de la convivencia, habiendo pagado muy caro el precio de la libertad. Y seguimos caminando ese aprendizaje, no obstante, tantas recaídas.

Es bueno reflexionar sobre esto, a poco de celebrar el bicentenario de nuestra independencia, porque a ese lugar de pluralidad nos ha llevado precisamente la libertad que supimos conseguir. En los debates de 1816 en Tucumán, especialmente en los que no lograron cerrarse, comenzaban a dibujarse ya los rasgos que definen la belleza del rostro mestizo de nuestra Argentina.

De esa pluralidad de voces «argentinas» formamos parte los ciudadanos que profesamos la fe católica y nuestra Iglesia, también variopinta, rica de carismas, sensibilidades teológicas, espirituales y pastorales. Una Iglesia viva con múltiples y ricas tensiones internas, no siempre bien resueltas y, por eso mismo, poco domesticable, aunque se multipliquen las etiquetas con que intentamos hacerlo.

Una Iglesia que también tiene que ser comprendida, pensada y escuchada en toda su argentina catolicidad en la saludable tensión de formas de vivir, celebrar y expresar la fe, tan variadas como su propia geografía, sobre todo humana y cultural. Cada domingo, el «Credo» suena uno y diverso, reflejando tonos y cadencias del particular modo como cada región habla el castellano argentino. No es un dato menor.

Resulta así que la de la Iglesia católica es una voz junto a muchas voces en el concierto de la vida ciudadana argentina; un importante actor social junto a otros que conforman la vitalidad de la sociedad civil; un sujeto colectivo en medio de ese otro sujeto que es el pueblo argentino. Y, desde hace ya un tiempo, un sujeto que comparte con otros una creciente pluralidad también religiosa.

Creo que el bicentenario de la independencia es una magnífica ocasión de pensar a fondo cómo, de qué manera y con qué acentos el punto de vista católico, con todos sus rostros y matices, ha de estar presente en el espacio público argentino.

El punto decisivo -al menos para mí, como ciudadano, católico y obispo- es este: cómo seguir haciendo visiblemente presente la fe cristiana y el humanismo de la tradición católica con su enorme potencial de humanización, en el entramado de la vida argentina. Y hacerlo hoy de manera diverso a como fue ayer, asumiendo con convicción las reglas de juego de la libertad y de la conciencia que son también las del evangelio de Cristo, cuya Persona posee luz propia para atraer y convencer. Él -no nosotros, ni el más santo de nosotros- es la luz que ilumina al mundo.

A mi entender, en este planteo, el foco de atención se desplaza -sin negarla o menospreciarla- de la relación Iglesia-Estado a la relación de los ciudadanos concretos y la sociedad con sus múltiples rostros y realizaciones con los valores espirituales, religiosos y evangélicos.

Ambas relaciones son complejas, pero la segunda (ciudadanos-sociedad-valores) supone una complejidad mucho más fecunda que incluso le da sentido a la primera, que siempre corre el riesgo de presentar a la Iglesia como un poder junto a otro u otros poderes. Sobre ambas hemos de trabajar con paciencia, discernimiento, valentía y libertad evangélica.

Respecto a la primera, es justo reconocer que, después de las convulsiones que siguieron al Concilio Vaticano II, la presencia pública de la Iglesia y sus pastores se ha ido redefiniendo mucho y, no sin demoras e incoherencias, en el sentido trazado por el Concilio. Queda, sin embargo, mucho por caminar. En este sentido, los pastores tenemos la grave responsabilidad de cuidar la calidad de nuestras palabras y gestos a la hora de intervenir en la vida pública argentina.

Mucho más que antes, hemos de ser escrupulosamente respetuosos de la alteridad (autonomía, libertad y conciencia) de la sociedad y sus diversos sujetos. Máxime, en una sociedad como la argentina a la que tanto le está costando afianzar la institucionalidad de su democracia republicana, por la tendencia a la hegemonía y el autoritarismo de dirigentes y ciudadanos. Deberíamos, por ello, seguir desarrollando una exquisita sensibilidad espiritual hacia la diversidad de voces que componen la vida ciudadana argentina. No por estrategia sino con genuina convicción evangélica.

Pienso que, en esta línea de acción, nos viene bien un acento que el fallecido cardenal Carlo M. Martini postulaba para la Iglesia en general: el gran desafío de la Iglesia en las actuales circunstancias pasa por una mayor capacidad de escucha de los otros actores con los que comparte el camino, especialmente si tienen miradas diferentes a la nuestra. Pacientes para escuchar, remisos para hablar o ensayar propuestas.

El tema de la misericordia que el Papa Francisco ha puesto en el centro de su ministerio pastoral va en la misma dirección. Constituye todo un paradigma eclesiológico: contiene una orientación muy luminosa de la forma histórica, visible y concretamente que el Espíritu Santo está imprimiendo a la Iglesia como sacramento de salvación. Este paradigma (Iglesia «en salida», «hospital de campaña», «herida mejor que enferma», etc.), ha calado hondo en el alma de muchos, pastores, laicos y consagrados. Me cuento entre ellos. Espera todavía un mejor desarrollo orgánico y su encarnación en estilos eclesiales que conjuguen la identidad católica que hace lugar a la diversidad cultural de nuestra Iglesia.

Al menos para mí, este planteo despierta muchas preguntas de no sencilla ni rápida respuesta: ¿qué significa ser obispo hoy, en una sociedad plural, con fuertes y legítimos espacios de secularización? ¿Cómo ha de ser mi palabra, mi presencia y mis gestos? ¿Cómo interactuar con los otros actores de la vida ciudadana, sean los poderes públicos como las demás organizaciones de la sociedad civil? ¿Cuándo y cómo intervenir en los debates públicos? ¿En qué dirección alentar la presencia de los fieles católicos laicos? ¿Cómo alentar la vida y misión de las comunidades cristianas en los diversos medios y situaciones en las que viven y profesan la fe?

Lo repito nuevamente: queda todavía mucho camino por transitar. Muchos temas aguardan nuestra atención renovada. Por ejemplo: el presupuesto de culto del Estado nacional. Su forma actual, cuestionada legítimamente por muchos, merece una profunda revisión y modernización.

Otro tema: nuestra intervención en los debates ciudadanos y parlamentarios sobre leyes que no expresan una concepción de la persona humana y del bien común que consideramos verdadera y buena para todos. ¿Cómo vivir el testimonio evangélico cuando tenemos que expresar verdades incómodas y vivir una oposición crítica pero constructiva a la sociedad a la que pertenecemos, a la que amamos y queremos ser fieles?

Estos y otros temas concretos seguramente han de ocupar nuestras agendas en los próximos años. Sin embargo, e independientemente de la solución que se les dé, lo realmente desafiante para un discípulo de Jesús es la visibilidad de un testimonio evangélico que, sobre todo hoy, ha de tener algunas expresiones más significativas por urgentes y desafiantes: ofrecer esperanza y sentido a las nuevas generaciones; cercanía a las zonas cada vez más amplias de vulnerabilidad y fragilidad humanas; atender con creatividad a la sed de Dios, de sentido y de esperanza que sigue viva en cada ser humano no obstante todos los procesos de secularización.

Dios sigue viviendo y obrando en la ciudad moderna, por momentos más parecida a Babel que a la anhelada Jerusalén del cielo. Pero, como le gustaba decir a Brochero: la culpa es de Aquel que se animó a no guardar para sí su condición divina, se vació a sí mismo y tomó la forma de siervo para levantar con él a toda la humanidad. El mismo que, en la casa del publicano Zaqueo, sentenció: he venido a buscar y a sanar lo débil, lo frágil, lo perdido.

Es alentador pensarlo.