Casi a las vísperas de Pentecostés, estamos celebrando nuestra fiesta patronal diocesana en honor a la Virgen del Rosario de Fátima.
Con María nos ponemos a la espera del Espíritu. Con ella suplicamos, como en el Cenáculo, que el Paráclito descienda sobre nosotros, venza nuestros miedos y apocamientos, y nos haga discípulos adultos de Jesús, marcados con el sello de su maravillosa libertad.
Como en las bodas de Caná, María sabe qué necesidad tenemos del buen vino de Jesús que es el Espíritu Santo.
Sin el Espíritu, la comunidad cristiana queda reducida, a lo sumo, a gente simpática con buenas intenciones, a un club de entretenimientos de bajo presupuesto o a una gerencia de servicios más o menos interesantes. O -peor aún- a un grupo de poder. Y, cuando la Iglesia es percibida como un poder que opera con estrategias poco claras, ella misma se vuelve un signo opaco, dejando poco espacio para la alegría del Evangelio.
María sabe de la acción del Espíritu. Ha experimentado lo que es capaz de hacer con nuestra humanidad, cuando logra aquella apertura que Él mismo labra en el corazón del hombre, como la experta mano del orfebre arranca la forma de la belleza a la bruta realidad del metal.
Ella fue cubierta por la sombra del Espíritu Santo que formó, de su carne y de su sangre, la estupenda humanidad de Jesucristo. Resucitado de entre los muertos, Él es la fuente permanente del Espíritu para toda la humanidad.
María es maestra espiritual, porque ha transitado los caminos del Espíritu antes que nadie y cómo nadie, comprometiendo en ello toda su persona: su conciencia, su corazón, sus sentimientos, su cuerpo y su libertad.
Las páginas de la Escritura en que aparece, de la Anunciación a Pentecostés, nos muestran a una verdadera experta en la vida según el Espíritu, en el modo como Éste se va abriendo paso en el corazón complejo del hombre, transformándolo desde dentro, posibilitando una libertad cada vez más plena, haciendo que el corazón de piedra llegue a ser un corazón de carne, como anunció, quizás con una pizca de nostalgia, el profeta.
¡Y cómo anhelamos esa experiencia! ¡Hay tantos corazones endurecidos y enceguecidos, tanto miedo a la libertad! ¡Hay sed de maestros espirituales que nos introduzcan en la ciencia del Espíritu!
En estos tiempos complejos, difíciles y desafiantes, la Iglesia se vuelve a María para aprender de ella la sabiduría espiritual que permite discernir la presencia silenciosa de Dios en los repliegues de la vida humana.
Este es uno de los desafíos pastorales de fondo que, como Iglesia diocesana, nos está interpelando desde la realidad que vivimos. Así lo hemos expresado en nuestro Plan de Pastoral. Hemos identificado también, algunos «pasos de conversión» que sentimos que el mismo Espíritu nos impulsa a dar para responder a este desafío.
Somos parte de una sociedad que vive profundas transformaciones culturales. La fe y la adhesión a la Iglesia no se viven hoy como antaño. Somos más celosos, y con razón, de nuestros espacios de libertad y de la autonomía de los individuos, los grupos y el mismo estado respecto de la Iglesia, sus ritos, normas y orientaciones. Los vínculos entre la fe y las personas, la religión y la sociedad, la Iglesia y el Estado se están redefiniendo profundamente, al punto que muchos moldes conocidos resultan caducos y hasta inoportunos.
Estas transformaciones no son, necesariamente, un problema sino una magnífica oportunidad que nos ofrece la Providencia.
¿Cómo vivir entonces nuestra fe y nuestra condición de discípulos de Jesús y miembros de su Iglesia en semejante contexto? ¿Cómo hacerlo sin complejos ni falsos pudores, sin seguridades artificiales o esquemas defensivos?
Esta inquietud me da vueltas por el corazón. La he sentido particularmente incisiva el pasado fin de semana, acompañando a sesenta y cinco adolescentes y jóvenes de nuestra diócesis, que se reunieron en Las Varillas, convocados por el Equipo de Pastoral Juvenil, para unos días de oración junto al obispo.
Ver sus rostros y sus ojos inquietos, verlos abrir la Biblia, meditar, rezar y también compartir con alegría sus vidas, despierta en el corazón la ansiosa inquietud de ayudarlos a hacerse discípulos de Jesús, secundando al Espíritu que trabaja los corazones para hacer emerger, sin prisa, pero sin pausa, una adhesión consciente y libre a Jesús y a su Evangelio.
Es el desafío de la iniciación cristiana que tiene como meta algo mucho más decisivo que la celebración de un sacramento, sino la transformación de un hombre o una mujer en un discípulo misionero de Cristo.
Por eso, a las vísperas de este Pentecostés del Jubileo de la misericordia, nos volvemos a la más perfecta discípula del Señor, a María, maestra espiritual que, como nadie, sabe que su Hijo puede transformar el agua en el mejor vino y, así, llenar de alegría verdadera el corazón humano.
Para nuestra Iglesia diocesana -sus parroquias, colegios, asociaciones y movimientos- no pedimos ni prestigio social, ni poder político, cultural o económico.
Suplicamos la libertad, la valentía y la sabiduría del Espíritu para llegar a ser espacio de encuentro con el Señor, «casa y escuela» de esperanza para todos, especialmente para los más pobres, frágiles y vulnerables.
Así sea.
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