Escuchemos nuevamente la profecía: Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano, así también él asombrará a muchas naciones, y ante él los reyes cerrarán la boca, porque verán lo que nunca se les había contado y comprenderán algo que nunca habían oído. (Is 52,13-15)
Sabemos bien a quien se refiere el profeta. A Jesús el Cristo, Mesías paciente y humillado, Cordero inocente llevado al matadero, que carga sobre sí el pecado del mundo.
Él es el “más hermoso de los hombres” como lo proclama el salmista (cf. Sal 44,3), aunque -como afirma el profeta- “estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano” (Is 52,14).
Es la belleza del amor hasta la entrega de la propia vida, porque se tiene la mirada fija, no en sí mismo, en el propio bienestar y realización personal, en las propias emociones vitales, sino en el rostro del hermano, del que está en la estacada, el que tiene la vida amenazada y en riesgo, el que sufre y, tal vez, no encuentra palabras para decirlo.
Ese es la belleza que salva al mundo. La belleza luminosa, sin estridencias ni fulgores superficiales, del amor que cuida y se hace cargo, de la misericordia y de la ternura que nunca es mínima ni insignificante.
En el rostro del Crucificado, nosotros contemplamos la luminosa belleza de Dios que es amor, compasión, fidelidad y misericordia, que se ha dejado herir por las heridas de sus hijos, tanto como las de su creación.
* * *
La belleza atrae al ser humano, que no puede vivir sin ella. La belleza hace humana y vivible la vida. Mientras más genuina y diáfana, la belleza saca al hombre de sí, del encierro asfixiante de su egoísmo y le muestra toda la amplitud del mundo. Lo lleva a Dios y a los demás.
Por eso, la belleza del Crucificado sigue atrayendo a las almas, despierta sus anhelos y energías más profundos y, dejándose guiar por su luz, transforma la vida haciéndola manifestación de ese amor crucificado, que es el único ante el que se puede pronunciar el Amén de la fe.
* * *
La belleza de Jesús crucificado tiene además otra fuerza misteriosa: despierta en quien la contempla esa fina sensibilidad espiritual que lleva al discípulo de Cristo a buscar a todos los crucificados de la vida.
Este es uno de los frutos que nos permite conocer la verdadera madera del árbol: si la belleza del Dios amor ha tocado tu corazón realmente, tu vida misma queda transfigurada por la misericordia. Como el Buen Samaritano, te hace prójimo de todo el que está en situación de necesidad: el hambriento y sediento, el que está desnudo, preso o enfermo, extraviado o desesperado (cf. Mt 25,31-46).
¿Qué sería de nuestro mundo, de nuestra ciudad, si menguara o se extinguiera esa llama del amor de Cristo que se manifiesta en las obras de misericordia y solo quedara la búsqueda del bienestar personal, la satisfacción del propio interés o el ensimismamiento del que desconfía de todo y de todos?
Eso es precisamente el infierno: la más espantosa soledad, aunque en la vida -como el rico Epulón- se haya poseído de todo.
* * *
Del costado abierto del Crucificado abierto por la lanza “brotó sangre y agua” (Jn 19,34).
Es la muerte que derrota la muerte, porque es el amor del Dios hecho hombre que se entrega para expiar el pecado del mundo y, en el instante mismo de expirar, abre las fuentes de la vida para toda la humanidad.
Dejémonos mirar por los ojos del Crucificado, el más hermoso de los hombres.
Que su belleza nos conquiste de nuevo, venciendo la frialdad que entumece nuestro corazón. Y que su amor crucificado abra nuestras manos para llevar su consuelo y su paz a nuestros hermanos.
* * *
Hoy rezamos especialmente por las vocaciones sacerdotales para nuestra diócesis.
¿Qué es un sacerdote? Un hombre frágil, pobre y pecador que se ha sentido alcanzado por la mirada de Cristo crucificado, e invitado por él a dejarlo todo, ha abrazado la misión de hacer que en sus pobres palabras resuene el Evangelio de su Señor, y que por sus manos pasen el perdón y el poder del Espíritu que hace que el pan se convierta en el Cuerpo de Cristo.
Cristo crucificado, el Pastor herido, es la única riqueza y recompensa del sacerdote que, a lo largo de su vida, tiene que aprender a confiarse a Cristo en un grado de entrega que solo es posible porque la gracia precede y preside todo, transformando incluso su fragilidad en el instrumento más poderoso del Resucitado.
¿Por qué los jóvenes no están escuchando este llamado? ¿Es miedo, indiferencia, despreocupación? Podría anotar aquí muchas razones valederas. De todos modos, hay algo de misterio indescifrable en todo esto que nos lleva a ponernos de rodillas ante el Señor.
Por eso, hermanos y hermanas, confiémonos a la palabra del Señor que nos ha mandado orar para que el dueño del campo mande trabajadores para la cosecha.
No le faltará a nuestro mundo testigos humildes y valientes de la belleza del amor crucificado de Dios para que, en esta humanidad nuestra sufrida y contradictoria, siga produciéndose el milagro de la fe.
Así sea.
Debe estar conectado para enviar un comentario.