Pocos lugares son tan significativos para los cristianos como el Cenáculo, testigo privilegiado de Jesús: la última cena, sus palabras de despedida, la institución de la Eucaristía y del sacerdocio; el lavatorio de los pies y el mandato del amor.
Después de la sepultura: la comunidad encerrada por miedo y, allí, sorprendida por el Resucitado que tiene que vencer la incredulidad de los discípulos con el don de su Paz.
El Cenáculo es también el lugar donde comienza a crecer la Iglesia misionera, en torno a María, orante y esperanzada. Allí acontece el don definitivo: el Espíritu que hace nuevas todas las cosas.
Entrar en el Cenáculo es, para el peregrino que sigue yendo a Jerusalén, un sumergirse en los orígenes de su fe.
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Como cada jueves santo, subamos también nosotros a la sala superior. Todo está preparado como el Señor lo indicó.
Veamos a Jesús y a los suyos dispuestos para el banquete pascual. Escuchemos sus palabras y sigamos sus gestos sobre el pan y el vino, tan sencillos y solemnes como provocadores y abiertos al futuro.
Veámoslo sujetarse la toalla a la cintura y lavar los pies de los discípulos, ante sus ojos sorprendidos y emocionados. No llegan a comprender el verdadero alcance del gesto. Más tarde lo harán.
Animémonos entonces a preguntarle: “Señor: ¿qué significa todo esto? Nos mandás imitarte y hacer esto en tu memoria. Intuimos que es algo grande y muy bello. Ilustranos vos, Jesús. Danos tu Espíritu que nos comunica tus mismos sentimientos”.
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Jesús llega a esa noche con una conciencia muy clara de quién es Él, cuál es la misión que ha recibido y lo que está a punto de ocurrirle en Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas.
Jesús lo sabe y lo asume libremente. Sus largas noches de oración con el Padre le han permitido madurar su decisión de ir hasta el final, ofreciendo el Reino a todos, también a quienes lo rechazan.
Por eso, esa noche, Jesús toma el pan entre las manos, lo parte y lo da, identificándose con él: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes”. Después de cenar hace que la copa pase de mano en mano: “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía”.
Los gestos de Jesús son proféticos: desbordan esperanza, deseo de vivir y comunicar vida. Son una protesta contra toda resignación frente al poder corrosivo del pecado y del mal.
Saber que la muerte violenta lo está esperando, lejos de retraerlo, radicaliza su entrega. Lo dará todo: se dará a Sí mismo. Será sumo Sacerdote que transfigurará la muerte, haciéndola signo del amor más grande, el que da la vida por los amigos.
Jesús sabe bien a quién se confía: al Padre, amor incondicional que se conmueve por el hijo que se extravía, paciencia que espera el retorno y magnanimidad que hace fiesta al recobrarlo.
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“Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva”, anota San Pablo. Y añade: “Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11,26-27).
Queridos hermanos cristianos:
La Eucaristía es el memorial del Señor. Actualiza su sacrificio pascual, su entrega de amor, su fidelidad al Padre y su solidaridad con sus hermanos.
Celebrarla será siempre una gracia y un desafío: compartir los sentimientos del Señor hasta hacernos una sola cosa con Él.
En este año jubilar de la misericordia, la Eucaristía ha de ser para nosotros fuente de aquella compasión que se hace cargo de la vida vulnerable y amenazada. Nos pone del lado de los más pobres.
Por eso, participamos indignamente de ella si nuestra vida no es eucarística, si no se expone y se dona para cuidar y defender la vida, para que haya justicia, fraternidad y reconciliación en un mundo demasiado herido por el egoísmo y el odio.
Celebraremos también el XI Congreso Eucarístico Nacional en Tucumán, en el bicentenario de nuestra independencia.
Daremos gracias porque la fe cristiana iluminó a los padres de la Patria para reconocer el derecho de un pueblo joven a ser libre, soberano y dueño de su propio destino.
Tendremos también que purificar la memoria por las veces que no supimos decir no a las diversas formas de violación de la dignidad humana. ¡Cuántas veces han podido con nosotros los demonios del odio, el autoritarismo, la corrupción y el desprecio de la ley!
Pediremos al Señor de la historia que nos ilumine para que la Argentina del siglo XXI sea hogar de paz, en el que se afiance la convivencia ciudadana.
Hoy, la Argentina es mucho más diversa y dinámica que hace doscientos años. Es una riqueza que agradecemos, aunque en ocasiones esa pluralidad nos incomode y nos haga anhelar una imposible uniformidad.
No tengamos miedo al conflicto de ideas o intereses. Temamos más bien la pretensión infantil de querer acallar, humillar y hasta eliminar al que piensa distinto.
Por eso, que seamos un pueblo que cultive, con convicción y determinación, el diálogo, el encuentro y la amistad social.
Que nos abramos al otro, también si tenemos que pedir perdón, arrepentidos por el mal cometido, tanto como si tenemos que ofrecerlo, incluso sin que nos lo pidan.
Que tengamos conciencia viva de que nuestra mayor deuda es con esa inmensa cantidad de argentinos todavía en situación de pobreza.
En medio de esta Argentina fascinante y contradictoria, los cristianos estamos llamados a ser memoria de Jesús y de la fuerza transformadora de su Pascua.
Sabemos que el Reino está creciendo entre nosotros, como levadura en la masa, aunque no tengamos todo claro y, en ocasiones, no terminemos de comprender hacia dónde marchan los caminos de la historia. Sabemos, sí, que la historia está en las manos de Dios, y que Él la está llevando a su plenitud.
El Espíritu nos abre los ojos para que no desdeñemos toda parcela de bondad, de belleza y de verdad por pequeña que sea, esté desteñida o incluso contaminada.
¡Cómo tenemos que cuidarnos de los que se sienten puros y desprecian a los demás! El Padre de Jesús no es así. Para Él nadie es insignificante ni está irremediablemente perdido.
La Eucaristía nació en el Cenáculo y de la pasión de Jesús por la vida plena que el Padre sueña para el mundo.
Que su celebración nos siga animando a vivir y a luchar por la vida en la espera gozosa de la vida eterna.
Amén.
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