Misa crismal 2016

“La esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia en lugar de empuñar las armas del rigor”.

Son palabras de San Juan XXIII al inaugurar el Concilio Vaticano II. El Jubileo nos está ayudando a comprender el alcance de ese programa trazado por el Papa bueno al Concilio y a la Iglesia.

Estamos volviendo a las Sagradas Escrituras y a la tradición viva de la Iglesia para desentrañar el significado de la palabra “misericordia”, que acerca a la vida la santidad misma de Dios.

Está creciendo así en nosotros una comprensión más honda del Evangelio, de la persona de Cristo y de cómo actúa Dios en la vida.

Una comprensión que, seguramente, desborda lo conceptual. Nuestra vida entera -mente, sentimientos, libertad, amores- está siendo tocada por esta palabra.

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En el contexto de esta Misa crismal, permítanme esbozar un solo pensamiento que pueda ayudarnos en este camino.

Es este: nuestra vida ya ha sido alcanzada y marcada por la misericordia y fidelidad del Padre. Ya están ahí, esperando para sorprendernos y colmarnos con la alegría de Jesús.

La pascua del Señor es la puerta santa por la que ha entrado al mundo, definitivamente, la misericordia divina. La celebración del triduo sagrado nos sumerge, cada año, en su luz.

Como cada domingo. Como cada Eucaristía y cada sacramento celebrado con fe viva.

Así, cada uno de nosotros puede repetir con San Pablo: “Fui tratado con misericordia… Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el amor de Cristo Jesús” (1 Tim 1,13-14).

Déjenme repetirlo una vez más: la misericordia de Dios está ahí, firme y tenaz, suave y silenciosa.

Buscá entonces en los repliegues de tu vida, en las heridas que no cierran; en tus dolores y en tus alegrías más humanas; en lo sorprendente de la vida, no menos que en el fatigoso caminar de cada día.

Sí. También y especialmente en el pecado que es, como ama decir Francisco, lugar privilegiado de encuentro del hombre con Dios.

Solo un consejo para decir tu “Amén” libre a la fidelidad de Dios: buscá con el Evangelio en las manos, rumiando cada palabra e iluminando con ella la carne de tu humanidad.

Y, como María, abierto a la acción del Espíritu.

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En breve vamos a bendecir los Óleos y el Santo Crisma. La suavidad y el perfume del aceite expresan, en la noble sencillez del rito sacramental, la acción delicada y permanente de Dios en nuestras vidas, del inicio al final; del nacimiento a la vejez, la enfermedad y la muerte.

La unción del Espíritu nos protege y nos fortalece, nos cura y nos alienta para vivir de su Espíritu.

Es la unción mesiánica de Cristo y nos transfigura para que nuestra libertad viva la pasión por el Reino, por los pobres y por la vida que infundió en la Santa humanidad de Jesús.

¡El Crisma nos hace misioneros! Nos saca fuera y nos expone a la intemperie de los peregrinos de la Verdad y de la Esperanza.

Consagra nuestras pobres manos para que, no obstante, su torpeza, bendigan, perdonen y consagren.

Es también bálsamo que alivia el dolor y atempera el sufrimiento. Es perdón y reconciliación.

¡Ungidos por el Óleo que impregna nuestras vidas con el perfume de la fidelidad de Dios!

La misericordia está ahí, sellando almas y cuerpos.

¿No ha sido esa la experiencia del beato Cura Brochero, cuya canonización en octubre próximo es una caricia de la ternura de Dios a su pueblo? Una alegría que ya desborda el corazón.

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Vuelvo a las palabras del Papa Juan: misericordia, no rigor. El Papa bueno ha trazado un programa para la Iglesia.

La misericordia de Dios nos ha mostrado su rostro en Jesucristo. ¿No ha de ser también así el rostro de la Iglesia de Jesús? Y si es así, ¿qué rasgos deberían identificar a la Iglesia que prefiere, ante todo, la medicina de la misericordia al rigor de la condena?

Es la Iglesia la que se siente interpelada a dejarse formatear por la entrañable compasión de Dios.

Aquí, queridos hermanos, se multiplican las preguntas. Es bueno que así sea, y que queden dando vueltas en el corazón, a fin de madurar las respuestas, inspirados y conducidos por el mismo Espíritu.

¿Cómo ha de ser nuestra presencia visible de discípulos en la sociedad si tenemos que dejarnos configurar por la misericordia y mansedumbre de Cristo? ¿Con qué ojos mirar a las personas, situaciones y conflictos en que nos vemos involucrados? ¿Cómo tratar a quienes no comparten con nosotros nuestra mirada? ¿Con qué actitud llevar la Buena Noticia de Jesús al mundo? Si el horizonte y el criterio es la misericordia que se estremece ante el sufrimiento, se hace cargo de la fragilidad y busca rescatar al caído ¿hacia dónde dirigir nuestra mirada, nuestras opciones y nuestras acciones?

Nuestro Plan de Pastoral 2016-2020 expresa el deseo de esta Iglesia diocesana de San Francisco de dejarse guiar en esta dirección por Jesús, el verdadero Pastor y Obispo de nuestras vidas.

Escuchar a todos, también a los más lejanos u hostiles. Tratar de comprender. Dejarse herir por las heridas de los hermanos. Sentir la incomodidad de no tener todas las respuestas y, por eso, dispuestos a caminar y, como en Emaús, a dejarnos iluminar por el Peregrino que sabe desentrañar los secretos de Dios.

Así me atrevo a describir el camino que tenemos como Iglesia diocesana, que siente el llamado a la misión y a la conversión pastoral.

“La Iglesia –ha declarado el Papa Francisco- no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios”.

Nos lo van a recordar los santos Óleos y el Crisma, cuyo perfume y suavidad impregnarán nuestras manos en el mismo instante en que comuniquemos la compasión del Señor a nuestros hermanos.

Amén.