Algunas personas han quedado sorprendidas por la brevedad y aparente parquedad del encuentro entre el Presidente Macri y el Papa Francisco.
Casi en tiempo real, y gracias a la fluidez de las redes sociales, lo manifiestan con desenfado.
A medida que se iban conociendo detalles del encuentro y circulaban las primeras imágenes, yo mismo recibía preguntas, inquietudes y hasta quejas.
A mi entender, resultaría temerario hacer demasiadas conclusiones de unas pocas fotos.
Sin embargo, como ocurriera días atrás con el rosario a Milagros Sala, hierven las interpretaciones y, sobre todo, los garrotazos entre quienes creen ver en estos hechos la confirmación o la desmentida de sus opciones políticas.
Así como unos están perplejos, otros están exultantes.
Se ve que la grieta sigue abierta. Para muchos, la tan mentada grieta parecería ser útil y no habría demasiado interés real en achicar sus dimensiones. Como he escuchado por ahí: “Todos queremos cerrar la grieta. Sí, pero…poniendo de rodillas al que no piensa como yo”.
Me animo a decir que, más que la grave coyuntura económica, aquí estamos ante una cuestión de fondo que nos desafía a trabajar en una transformación que muchos no veremos acabada en el arco de la vida que nos resta.
Tanto el Presidente como el Papa han remarcado, en repetidas ocasiones, con términos propios pero convergentes, la necesidad de trabajar por una forma de unidad que permita y no mortifique las legítimas diversidades. Se trata de que los argentinos sigamos en el camino de aprender a convivir.
Algo realmente importante para rescatar de todo esto: la relación entre la Iglesia y el Estado, especialmente con el Papa y la Santa Sede, parece querer transitar por caminos de mayor institucionalidad, formalidad, respeto por los límites y objetividad. Cada uno en su lugar. Ni más ni menos. Y todo signado por la claridad.
En lo personal, prefiero la adustez de gestos y palabras, la transparencia de vínculos y conversaciones a los mohines y arreglos por debajo de la mesa, como Francisco le recordaba hace poco a los hermanos obispos de México.
Lo prefiero a los desbordes que supimos ver.
Hay un viejo axioma atribuido al conde Cavour que me parece oportuno traer a colación: “Una Iglesia libre en un Estado libre”.
Reconozco que el dicho puede tener tantas interpretaciones como sentidos tiene la palabra libertad. No suena igual en labios de un laicista “mangiapretti” que en los de uno que valora la presencia de la religión en la vida social, aunque no sea creyente.
El Concilio Vaticano II postuló el principio de “autonomía y cooperación” entre la Iglesia y el Estado, la política y la religión. Cada uno, según su identidad y sus propios fines, busca el bien de la persona humana. Casi la versión católica del mencionado axioma.
Hoy, además de pensar estas cosas en términos de relación Iglesia-Estado (usual en tiempos pasados) hay que añadir a un tercer invitado de honor: la sociedad civil, los ciudadanos comunes.
Allí, en la sociedad real y viva se encuentra -a mi juicio- un potencial verdaderamente rico y transformador.
Potencial de energías religiosas, espirituales y morales, de conciencia y de libertad, de amor al prójimo y sentido de la justicia, de dignidad y de cordialidad. Es el verdadero capital de los pueblos.
Una sociedad libre de ciudadanos libres es capaz de generar instituciones sólidas con dirigentes ubicados, serios y comprometidos.
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