Fe y política: meditación en tres tiempos

«Entonces ahora para ser cristianos hay que hacerse peronistas».

La frase es de ficción. O casi.

La pronuncia uno de los personajes de la obra de María Rosa Lojo, «Todos éramos hijos».

No pretendo hacer una recensión de la obra. Solo decir que su apasionada lectura me ha dejado con cicatrices. Los libros no muerden, pero algunos pueden (y deben) herir.

La frase en cuestión llega casi al final de una discusión de algunos protagonistas: adolescentes de los años setenta, alumnos de colegios católicos que viven inmersos en el efervescente clima político de la época. La fe, al menos como algunos de ellos la interpretan, los empuja a la acción.

Y sobre eso discuten. Se suceden en el diálogo hechos dramáticos de nuestra historia reciente: el secuestro y muerte de Aramburu, su legitimidad o no; el sentido de la política y de la violencia; el alcance de la democracia y de la misma libertad. Con el correr de los capítulos, aparecerán otros nombres y situaciones de aquella época.

Y, como quien teje una invisible filigrana, lo que más me ha dejado inquieto: la cuestión de Dios en la historia de los hombres. Casi la misma cuestión trinitaria: qué pasa entre el Padre y el Hijo, entre el Dios que entrega a su Hijo al sacrificio, y el vínculo que este misterio, tremendo y fascinante, tiene con las historias de tantos hijos e hijas devorados por el Moloch de la violencia. Como algunos de los protagonistas de la novela, alcanzados por la vorágine que ya se presagia en el horizonte. Otros, como la protagonista del relato, sobrevivirán, pero con las marcas en sus almas de lo que su libertad les hizo vivir. «Todos éramos hijos».

«Lo que cuenta es pertenecer, integrarse a la voluntad de un pueblo», acota uno de los adolescentes que se siente invadido por el fuego de la Palabra de Dios que ha recibido con esa lozanía que solo los jóvenes pueden todavía tener.

Escucho los ecos de voces oídas a finales en el umbral de los ochenta, cuando entré al seminario y yo mismo era un adolescente.

Evangelio traducido a la vida. Coherencia fe y vida. Compromiso.

De hecho, el libro utiliza en varios momentos un fragmento de un canto muy conocido en ambientes católicos («La canción del testigo»), que yo mismo canté varias veces, pero que ahora, visto con otros ojos, revela un significado que -lo repito otra vez- me ha dejado herido…

Sin embargo…

* * *

En contraposición a lo que piensan todas las formas de integrismo (de derecha y también de izquierda), no hay una línea directa entre el evangelio y la construcción política del mundo.

A nadie -tampoco al discípulo de Jesús- se le ahorra la fatiga de buscar, de razonar y de decidir empeñando la propia libertad.

Prudencia y justicia son virtudes cardinales, distintas de las teologales, aunque vinculadas a ellas. Suponen una condición humana abierta a la fe. O, como diría Benedicto XVI: la fe purifica a la razón y ésta ayuda a que la fe no degenere en fanatismo.

No hay una política católica, aunque sí tal vez, un modo cristiano y católico de vivir la política.

La confusión entre ambos planos ha sido siempre fatal. Buena parte del rechazo que hoy vive la fe en muchos países de tradición católica se debe a esa mixtura indebida entre religión y política, clérigos y funcionarios.

De ahí que la cuidadosa separación de planos entre la política y la religión, la iglesia, el estado y la sociedad, sea un logro de la civilización en la que también ha influido el cristianismo (Dios no es el César). Un proceso tan doloroso como necesario. El precio que pagamos para ser realmente libres.

Es cierto que, a los católicos, clérigos incluidos, nos cuesta mucho comprender y asimilar la cultura de la libertad propia de la modernidad. Existe una secreta fascinación por el uniformismo de pensamiento y acción. Duele aceptar realmente la pluralidad, no solo al interior de la misma Iglesia, sino también de las sociedades de las que somos parte. Como si no tuviéramos razones de fondo para sentirnos cómodos en la ciudad moderna, donde Dios habita, actúa y mueve a las personas.

Sin embargo, este paso iniciado por el Vaticano II y todavía no cumplido del todo, ha de empeñar nuestras mejores energías. Es condición para que el Evangelio siga siendo una voz creíble en nuestra sociedad.

Entre otras cosas, supone que los que somos pastores afinemos mucho más nuestro modo de estar presentes, de palabra y con gestos, en la vida ciudadana de nuestros pueblos.

No que tengamos que quedarnos callados o inmóviles, sino saber hablar con palabras justas y con gestos lo más transparentes posibles, respetando siempre la autonomía de la sociedad y de los diversos niveles del estado.

* * *

No. Para ser cristiano no hay que hacerse peronista. (Mis amigos peronistas entienden lo que quiero decir, como -así lo espero- los eventuales lectores de esta perorata).

Los protagonistas de la novela lo comprenderán, al menos los que sobrevivieron a la tormenta.

También que no hay ni puede haber proyectos políticos mesiánicos que reclamen para sí la exclusividad de la verdad o que sean los únicos caminos para supuestos destinos manifiestos.

Que la justicia siempre será un desafío, nunca logrado del todo.

Que no hay una única traducción posible y unidireccional del Evangelio a la mayoría de las cuestiones que se debaten en el complejo mundo de la política, la economía o la vida social.

Que pastores y laicos tenemos que comprenderlo juntos, si no queremos perdernos, también juntos.

Que cada generación ha de decidirse por la libertad. Porque no puede haber convivencia entre personas contra la libertad y autonomía de las mismas.

Que no hay ni habrá nunca cielo en la tierra y que, ese precisamente, es el territorio de nuestro mayor desafío humano: convivir en libertad, hombres y mujeres mucho más distintos de lo que soñamos o esperamos.

Un aprendizaje que no podemos darnos el lujo de no hacer, si no queremos repetir errores y alentar nuevas tempestades.