«Ahora –dice el Señor– vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. Desgarren su corazón y no sus vestiduras, y vuelvan al Señor, su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad, y se arrepiente de tus amenazas.» (Joel 2,12-13).
Cuaresma es tiempo de arrepentimiento, de penitencia y de conversión.
No somos los protagonistas. Es el Señor que, con la acción interior de su Espíritu, está obrando nuestra transformación.
Cuaresma es sinónimo de gracia, de don, de salvación.
El Dios amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo es el origen, el camino y el término del camino cuaresmal.
¿Qué nos toca a nosotros?
En el evangelio, el Señor nos invita a la oración, el ayuno y la limosna. Pero, insiste: «en lo secreto» (cf. Mt 6, 4.6.18), pues el Padre «ve en lo secreto» (ídem).
En Cuaresma hemos de buscar, ante todo, la autenticidad del encuentro personal con el «amor visceral de Dios» que, no obstante, y a pesar de nuestras infidelidades, nos busca, se hace cargo de nosotros y nos colma de amor y de ternura.
Hemos de orar y ayunar más asiduamente para «desgarrar nuestro corazón», al decir del profeta.
El salmista -y nosotros con él- suplicamos a Dios un «corazón puro», un «corazón quebrantado y humillado».
Es decir: un corazón abierto a Dios y a los hermanos, por la renovada experiencia del amor de Cristo.
Es el corazón roto que se duele del propio pecado porque lo percibe con hondura espiritual como una traición al amor infinito y desconcertante de Dios, que se le sigue ofreciendo, y cada vez con mayor fuerza y delicadeza.
Por eso, el arrepentimiento sincero por los pecados, la penitencia interior y la conversión de mente y corazón vienen siempre acompañadas de la alegría del perdón.
El corazón así quebrantado y, a la vez, alegre por el perdón recibido, se abre a los hermanos.
Soy un mendigo que ha sido perdonado y colmado de ternura, ¿cómo voy a permanecer indiferente a los que cargan con el peso de sus vidas?
En este Jubileo, el Santo Padre nos ha invitado a redescubrir las obras de misericordia, como expresión de la compasión de Dios que transforma la orientación fundamental de nuestra vida: nos arranca del egoísmo y nos abre a los demás.
Es el «milagro» de la misericordia divina que nos hace capaces de ser misericordiosos como el Padre.
No enseña Francisco: «Mediante las (obras de misericordia) corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar» (Mensaje de Cuaresma 2016, n 3).
Por eso, a la oración y al ayuno que abren nuestro corazón a la ternura de Dios se le corresponde la limosna como resumen de esa disposición tan cristiana de amar a los más pobres con el mismo amor de Cristo.
Dispongámonos a recibir sobre nuestras cabezas la ceniza. Es el signo, por una parte, de nuestra pequeñez y fragilidad siempre inclinadas al pecado. Pero es el signo también de nuestra apertura a la conversión que el anuncio del Evangelio de la misericordia produce en quien lo escucha con humildad de corazón.
¡No lo olvidemos! El Señor, a través de su Iglesia, nos ofrece el precioso don del sacramento de la Penitencia, para que, en el encuentro humano con el sacerdote, experimentemos el poder de la ternura de Dios que cubre todos nuestros pecados.
¡Abrámonos a la misericordia de Dios, al arrepentimiento y a la conversión, pero también a la mansedumbre y la paciencia!
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