Este domingo celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Comparto algunas de las ideas que desarrollé un poco más en la homilía de la Misa de esta mañana, en la catedral.
Ante todo, la figura de Ana, mujer fuerte que, superando el estigma de no poder ser madre, concibe al futuro profeta Samuel y, cuando el niño está ya crecido, lo lleva al templo para ofrendarlo al Señor.
Mujer fuerte: regó con lágrimas su oración, suplicando a Dios la bendición de la maternidad. La oración siempre es una lucha. Esta de Ana lo es de manera especial. Se lucha y se ora por la vida.
Mujer fuerte además, por otro gesto sorprendente. Mucho más para quienes vivimos la cultura de la apropiación de los hijos: el hijo como derecho de los padres; el hijo como propiedad de libre disposición. Ana lleva al templo al joven Samuel y se lo entrega a Dios para que se cumpla en él la voluntad divina.
Llegamos así a la escena evangélica: José y María buscan a Jesús que se ha quedado en el templo.
Hoy, la cultura dominante parece tener como norte desmontar lo que, con desdén, se llama: la familia «tradicional». Todo se sacrifica en el altar del sujeto individual, solitario y que homologa deseos con derechos. Nadie puede ponerme límites.
Pero José y María buscan a Jesús, se dejan interpelar por el Niño y se dejan poner en crisis por la Palabra de Dios.
Jesús retorna con ellos a la vida cotidiana y, en medio de esa familia, va creciendo. Su libertad humana se va abriendo, cada vez más, al misterio divino de su Persona de Hijo encarnado. Aprenderá a ser Hijo.
Las figuras bíblicas de Ana, por una parte, y de José y María, por otro, poseen una luz poderosísima para iluminar el camino de nuestras familias.
La misión de la familia, particularmente de los padres, es ayudar a que madure la libertad. Parece paradójico, pero los padres alcanzan su plena madurez cuando tienen que dejar ir a sus hijos. Dejarlos ser lo que están llamados a ser.
Claro, a condición de que esa educación en la libertad sea también el camino compartido por padres, hijos y hermanos de buscar juntos a Jesús y la luz de su Palabra como orientación para la vida.
La familia como escuela de esa particular lucha por la vida que es la oración. Enseñarle a un hijo a orar es enseñarle a vivir y a pelear la vida.
Familias abiertas a Jesús y al designio de Dios.
Se las podrá llamar con una mueca de burla: «familias tradicionales», pero serán las familias que ofrezcan a sus miembros razones para vivir y esperar.
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