III Domingo de Adviento – Apertura diocesana del Jubileo extraordinario de la Misericorida

113015_1315_Misericordi1.jpgLa puerta de la misericordia está siempre abierta.

Ese es el motivo más profundo del júbilo de la Iglesia, de aquel gozo, del que dijo Jesús que es el suyo, que comparte con nosotros y que nadie nos podrá arrebatar.

La Iglesia está llamada a ser, en medio del mundo y para la humanidad, comunidad de vida y alegría.

Lo es ciertamente en María, que canta cada tarde con nosotros su “Magníficat”, en los ángeles y en los santos, a cuyo canto de alabanza nos unimos en cada Eucaristía, aunque en ocasiones desafinemos, no tanto con la voz como nuestra vida y nuestro testimonio sea más bien de un peligroso apocamiento.

Pero el júbilo de Jesús vence toda tristeza.

Florece, de manera especial, allí donde más se necesita, como una flor en el desierto.

Eso sólo lo puede hacer el Espíritu Santo, que es el gozo del Padre y del Hijo que se ha volcado sin medidas sobre la humanidad.

Es el gozo de saber que el Padre se ha dado a conocer a los pequeños, manifestándoles su amor y su ternura.

Que su santo Nombre es Paz, Perdón, Reconciliación, Ternura, Misericordia.

En este día, en que, con todas las Iglesias y obispos del mundo, hemos abierto la puerta de la misericordia de nuestra catedral, recibamos con apertura interior la invitación a la alegría que el profeta le hizo a Jerusalén, que el ángel personalizó en María, la verdadera hija de Sión, y que el Espíritu Santo sigue haciendo resonar en nuestros corazones.

También a nosotros, como a Juan el precursor, la palabra de Dios nos alcanza en medio del desierto.

Y esto es muy consolador. Somos hombres y mujeres frágiles, que conocemos el desierto del tedio, la desesperanza y el cansancio de la vida. También el del odio, la bronca o el fanatismo.

Pero el desierto es también, y por encima de todo, lugar de encuentro con el Dios vivo, cuyo fuego quema sin devastar, pues enciende y alegra los corazones, dándoles vigor para vivir.

Es el fuego de su amor, de su ternura, de su misericordia infinita.

Nuestra alegría es contagiosa, pasa de boca en boca, de corazón a corazón.

Esa es una condición indispensable para poder participar del gozo de Cristo: no querer guardar el bien precioso de la alegría cristiana para nosotros mismos, sino hacernos misioneros del júbilo de Dios.

En este Año jubilar, la Iglesia nos invita a renovar nuestra convicción de que la única intención de Dios para con la humanidad se expresa en la palabra sagrada: “misericordia”.

Y hacer de esta, una convicción a compartir, sobre todo con los que más urgencia sienten del bálsamo del perdón, de la caricia de una mano amiga que nos les pide ni exige nada a cambio.

A lo largo del año litúrgico que hemos iniciado vamos a leer el evangelio según san Lucas.

Es precisamente el evangelio de la misericordia, del amor a los pobres, de la alegría que estalla allí por donde pasa Jesús y su Espíritu.

Si lo escuchamos con fe y apertura interior, en la liturgia que nos reúne, pero también en la oración personal que procurar un sabroso repaso del texto sagrado, seguramente vamos a ser transformados por el espíritu que da vida a la letra.

Nosotros mismos vamos a ser transfigurados por el Señor que, precisamente a través de Lucas -médico y evangelista- nos dice: “Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6,36).

Discípulos de Jesús. Hombres y mujeres transformados por la experiencia personal de la misericordia del Padre.

Testigos de la misericordia para un mundo que siente una especial urgencia de ser mirado con los ojos y el corazón purificado por la misericordia de Dios.

En estos meses está terminando de madurar también la actualización de nuestro Plan de Pastoral.

En él se recoge la rica experiencia de vida de nuestras comunidades cristianas. Es la experiencia viva de lo que Dios obra en nosotros, de su pastoreo misericordioso y del impulso misionero de su Espíritu que nos empuja a salir de nosotros mismos e ir al encuentro de nuestros hermanos.

En la experiencia personal de Jesús y de su Iglesia se encuentra una de sus claves fundamentales. Ese encuentro transformante nos permite vivir que Dios se hace cargo de nosotros y nos enseña a hacer lo mismo.

Entremos pues por la puerta de la misericordia y abramos todas las puertas de nuestras comunidades para salir hacia todos, y dejar entrar a todos los que buscan el Rostro del Padre.

Como el hijo pródigo, dejémonos abrazar por el Padre que hace fiesta por la resurrección de sus hijos perdidos.

Como el buen samaritano, hagámonos cargo de los hermanos que están al borde del camino, heridos y agobiados.

¡Dios nos conceda la gracia de una renovada alegría en este Jubileo de la misericordia!

Así sea.