Estamos en Argentina, en la Villa Concepción del Tío, en el santuario de la «Virgencita». Estamos en casa.
Les pido, sin embargo, que, al menos por un instante, nuestro corazón se vuelva a Roma, a la sede de Pedro.
Hagámosle una visita al Papa Francisco en su casa, y con él saludemos a María.
Esta mañana, el Santo Padre ha abierto la Puerta santa de la basílica de San Pedro, inaugurando así el Jubileo extraordinario de la misericordia.
En realidad, el Jubileo se abrió por anticipado, no en Roma sino en Banghi, la martirizada capital de uno de los países más pobres de África y del mundo: la República centro africana.
No podía ser de otra manera.
La puerta de la misericordia de Dios está siempre abierta. Esa puerta es Jesús, el Señor.
A Jesús lo hemos visto predicar el Reino, curar a los enfermos y expulsar a los demonios. Hemos contemplado asombrados sus gestos hacia los más pobres, su cercanía a los pecadores y alejados. Lo hemos visto abrazar la cruz y resucitar de entre los muertos.
Los evangelistas se esmeran en mostrarlo siempre rodeado de gente que no está bien debajo de su piel: ciegos, tullidos, epilépticos y endemoniados, leprosos, sordomudos, personas rechazas por su entorno, incluso pecadores notorios por sus pecados; en fin, el inmenso mundo de la fragilidad y el dolor humanos. Los desechados, los descartados.
En medio de todos ellos: Jesús, el médico, el buen samaritano, el pastor, el que vino a buscar lo que estaba perdido.
No podemos poner en dudas: leyendo y releyendo el Evangelio, nosotros hemos conocido la misericordia y la ternura de Dios, manifestadas para siempre en su Hijo muerto y resucitado por nosotros.
La misericordia de Dios se manifiesta en toda su belleza especialmente cuando irrumpe en medio del dolor, el límite y la fragilidad humanos, el sufrimiento y la pobreza.
Desde los pobres, el Padre Dios nos sigue mostrando que tiene entrañas maternas de misericordia. Quiere así abrazar y curar a todos los heridos, calmar la sed de los sedientos y resucitar a los que están muertos.
Eso es precisamente la misericordia, el atributo más hondo y santo de Dios: su divina capacidad de hacerse cargo, de salir a buscar la oveja perdida, encontrarla y cargarla sobre los hombros. Y hacer fiesta por ese reencuentro que es resurrección: el amor manso de Cristo gana la pulseada y arranca de los poderosos brazos de la muerte.
Se ha cumplido la promesa a los primeros padres después del pecado: el linaje de la mujer ha aplastado la cabeza de la serpiente, venciéndola definitivamente (cf. Gn 3,15).
Que este Año santo de la misericordia encuentre eco en nosotros. Que nos abramos a la gracia que Dios nos ofrece.
Que nos dejemos curar por la misericordia del Padre y que lo imitemos teniendo también nosotros entrañas de misericordia con todos los que sufren.
Compartamos la fragilidad para conocer desde dentro la ternura de Dios y poder así trasponer juntos la puerta de la misericordia, dándonos la mano unos a otros.
* * *
Ahora sí, dejemos Roma y Banghi y volvamos a este lugar.
Miremos a María, la «Virgencita», la Toda santa, la Inmaculada.
A ella también le gusta verse rodeada de sus hijos más pobres. Ella los reúne, les habla de la ternura de Dios, los consuela y les devuelve la alegría para vivir y servir.
A lo largo de este año, las comunidades de nuestra diócesis han celebrado sus fiestas patronales con el lema: «Iglesia que anuncia y camina».
De alguna manera, este camino celebrativo culmina esta tarde en este santuario que es el corazón espiritual de nuestra Iglesia diocesana.
Mirando a la «Virgencita», tomados de su mano y tras sus huellas, más que nunca, nos descubrimos y nos sentimos «Iglesia que anuncia y camina».
Anunciamos, como María, que la misericordia del Señor se extiende de generación en generación.
Cada vez que una mujer queda embarazada, esa vida que crece en su cuerpo produce toda una revolución, no solo en el físico sino en toda la persona: en el alma, en los sentimientos, en las emociones y en las conductas.
María sintió la misericordia en su cuerpo y en su alma mientras experimentaba la revolución del Verbo de Dios que se hacía carne en su propia carne.
Por eso, ella conoce más que nadie el misterio de la misericordia y ternura de Dios.
La llamamos: «Madre de misericordia y esperanza nuestra».
La Iglesia, como María, experimenta y siente cada día la misericordia de Dios.
Es la Iglesia salvada, purificada y lavada de la suciedad del pecado de sus hijos e hijas.
Es la Iglesia que conoce cómo la misericordia de Dios alcanza a los pecadores, los arranca del poder deshumanizante del pecado y los conduce suavemente a la tierra de la libertad y de la humanidad que es el cuerpo de Cristo.
La Iglesia sabe de la misericordia de Dios porque sabe cómo el bálsamo del Espíritu del Señor va curando y sanando los corazones heridos.
Por eso, la Iglesia de Cristo nunca dejará de anunciar, testimoniar, vivir y hacerse canal de la misericordia del Padre.
Nunca dejará de redoblar su compromiso con la pacificación de los corazones para que el perdón se convierta en cultura entre nosotros: en nuestras familias, en nuestras comunidades cristianas, incluso en nuestros vínculos sociales.
Con María Inmaculada, volvamos a suplicarle al Señor lo que sabiamente implora la liturgia: «que el amor venza al odio, la venganza deje paso a la indulgencia, y la discordia se convierta en amor mutuo» (Plegaria de la reconciliación II).
Así sea.