En los próximos días asistiremos a la asunción de las nuevas autoridades de los tres poderes de la república, a nivel municipal, provincial y nacional.
Está prescrito que, al momento de asumir el oficio encomendado, los elegidos hagan un solemne juramento público de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes de la república en lo que a cada uno concierne.
Conocemos la fórmula tradicional. Al elegido por voto popular o por designación de la autoridad legítima se le pregunta si jura «por Dios nuestro Señor y los santos Evangelios…», a lo que se responde: «Sí. Juro». Conocemos también el solemne corolario: «Si así no lo hiciereis, que Dios y la patria os lo demanden».
El diccionario de la RAE define al juramento como una «afirmación o negación de algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas».
Para un cristiano, jurar por Dios es una genuina confesión de fe en el Dios que es la Verdad. Es el Dios veraz que no puede mentir ni engañar, y ama que vivamos en la verdad. Es una sublime manifestación de la virtud de la religión, por la que un ser humano reconoce su radical dependencia de Dios.
Jurar por Dios es también, y desde un punto de vista secular y ciudadano, manifestación de la libertad religiosa que, junto con el derecho a la vida y a la libertad de conciencia, forma parte del núcleo de los derechos y deberes fundamentales de la persona humana.
Esta costumbre de jurar por Dios a la hora de asumir un cargo público ha llegado a nosotros desde la tradición cristiana. Se configura desde su raíz como un acto religioso: poner a Dios, Verdad que no miente, por testigo de que se va a decir la verdad o, en el caso que comentamos, como garante del cumplimiento de las obligaciones y cargas que supone el oficio a asumir.
Quien asume un cargo público tiene derecho a jurar según su fe religiosa, tal como cada uno la profesa, apelando así a sus valores más altos para fundar sobre ellos el compromiso de cumplir su oficio.
Los católicos juramos por Dios y los Santos Evangelios. No todas las religiones valoran de igual manera el juramento como la tradición judeocristiana, por ejemplo. Esto es legítimo, y la forma pública de jurar debe darle también cabida. Es -como dijimos- un derecho humano.
También el que no profesa una religión, porque no cree en Dios o es agnóstico, jura apelando a su conciencia o a los valores morales que considera más altos. Así, está previsto, por ejemplo, que los funcionarios que así lo deseen juren por la patria. Lo mismo a la hora de asumir una determinada profesión.
Jurar por la patria o por el honor es un modo de expresar esa capacidad específicamente humana de comprometerse con una causa, apelando a lo que se considera más importante y poniendo la propia palabra como garantía y promesa de cumplimiento del compromiso asumido.
Las transformaciones culturales en curso, los procesos de secularización y una creciente pluralidad religiosa han ido modificando en buena medida estas prácticas.
No resulta extraño el uso cotidiano de expresiones como «Te lo juro por lo que más quieras… que me caiga muerto ahora mismo si no fuere cierto que…». A veces se agrega el gesto de hacer la cruz con el dedo índice sobre los labios. Palabras y gesto que expresan la necesidad de hacerse creíble ante una determinada situación. Suenan atrevidas, una especie de conjuro, más que un juramento solemne en el sentido arriba indicado.
Estos usos muestran que, si bien en su origen ha sido un acto profundamente religioso, hoy por hoy, el juramento ha ido perdiendo, al menos en parte, ese carácter, no solo en el uso popular sino también en otras manifestaciones más solemnes.
Desde hace un tiempo hemos visto en nuestro país que algunos funcionarios, entre los que se ha destacado la presidente saliente, han añadido a la fórmula religiosa la mención del difunto presidente Néstor Kirchner. Otros, excluyendo la mención a Dios o a la religión, han apelado a la memoria del mencionado presidente u otros nombres que consideran significativos.
¿Es legítimo este último uso?
No se puede obligar a nadie a jurar por Dios, sea porque no cree en Él o porque su religión le prohíbe jurar. Esto está claro.
Ahora bien, considero no solo inapropiado sino incorrecto un juramento en el que se ponga a una figura humana, por meritoria e importante que sea, al mismo nivel de Dios, la conciencia o los grandes valores morales que pueden animar la vida de una persona (la patria, por ejemplo).
Se trata de una peligrosa absolutización de algo que es esencialmente relativo y contingente: una singular historia humana elevada al nivel de una verdad trascendente, capaz de obligar en conciencia.
No ha sido esa la función de los héroes, los padres de la patria u otros personajes que habitan los panteones de los pueblos. Se trata de figuras ejemplares e inspiradoras que remiten a los grandes valores religiosos, espirituales y éticos a los que aspiran las personas y los pueblos.
Esta valoración es así, tanto desde un punto de vista teológico o religioso, como también desde un punto de vista secular. Mucho más en una democracia republicana que consagra, como lo hace nuestra Constitución, el principio de la primacía de la Ley, de la austeridad en el ejercicio de la función, la división de poderes, los pesos y contrapesos que se requieren para que la república no degenere en tiranía o totalitarismo.
Precisamente la secularización tiene de legítimo que ha ayudado a no darle magnitud religiosa a lo que no lo tiene ni puede tenerlo. No hay una línea directa entre la religión y la política. Entre ambas está la razón y las virtudes humanas básicas (prudencia y justicia, fortaleza y templanza) que exigen al hombre político un esfuerzo y una fatiga nunca acabados del todo para plasmar el mejor orden justo posible.
El estado no puede imponer una religión a sus ciudadanos, ni una religión determinada puede pretender modelar políticamente una sociedad. Eso es lo que buscan los integrismos religiosos, pero también lo que algunos llaman: las «religiones seculares» que, sin presentarse formalmente como instancias religiosas, sí aparecen como utopías totalizantes que reclaman para sí mismas la libertad, la conciencia y la vida de sus militantes. Es el caso, por ejemplo, de algunas ideologías o determinados proyectos políticos de tintes mesiánicos. Y esa tendencia de teologizar la política se puede dar de ambos lados: absolutizar la política, politizar la religión. Si a eso se le une la estrategia de mitificar algunas figuras históricas, el caldo de cultivo está más que preparado. Es una patología deformante de la política y de la religión.
Solo Dios es Dios. Los tres primeros mandamientos de la Ley siguen teniendo una fuerza explosiva: son fundamento de libertad para todo ser humano.
Tenemos en esta materia mucha tela para cortar.